La lectura de la Biblia, durante veinte días, mientras que componía la música para el oratorio, “El Mesías”, produjo un cambio maravilloso en la vida de Jorge Federico Handel.
El gran compositor había llegado a un fatal momento de su vida cuando todo le parecía inútil; ya nadie se complacía en escuchar sus composiciones musicales; la inspiración había huido de él, y estaba, digámoslo así, en bancarrota. Una noche, profundamente desanimado, regresó a su casa obsesionado por una sola idea: descansar, dormir, olvidarlo todo.
JORGE FEDERICO HANDEL |
Pero el insomnio se apoderó de él; una tempestad agitaba su pecho. Al fin, se levantó, encendió nuevamente las velas y llevó el manuscrito hacia la luz. Leyó el título, “El Mesías”, y en seguida las palabras, ¡Consolaos! ¡Consolaos!” Éstas le llamaron la atención: era el maravilloso principio de la poesía y, a la vez, un desafío celestial al ánimo apagado del compositor. Apenas había leído las primeras palabras cuando éstas empezaron a traducirse en un lenguaje musical que dilataba, elevándose triunfalmente hacia el cielo. Una vez más Handel oyó tonos musicales después de una larga sequía de inspiración.
Con los dedos temblorosos pasaba las páginas. Se sentía llamado a elevar su voz con gran fuerza en un numeroso coro. Ya oía vibrar los instrumentos al soplo poderoso de las tubas, sostenido por los acordes fulminantes del órgano. Desapareció el cansancio; fue bañado en un mar de tonos musicales que corrían como olas sobre su alma, agitando la inspiración dormida.
Tomó su Biblia y empezó a leer las profecías del Mesías prometido, su advenimiento, y al fin, su ascensión al Padre. El fuego divino ardía nuevamente en su ser; las lágrimas inundaban sus ojos. Tomando la pluma, comenzó a traducir sobre el pentagrama lo que resonaba en su mente y en su corazón. Sus dedos corrían incansablemente y pronto se vieron las hojas de papel cubiertas de extraños signos musicales. La ciudad dormía bajo el manto de una densa oscuridad, pero el espíritu de Handel estaba iluminado por una luz celestial, y su cuarto vibraba de música.
Día y noche estuvo entregado a su tarea, viviendo y respirando una atmósfera de ritmo y tono. Cuanto más se acercaba el fin de su composición, con mayor violencia le azotaba el temporal de esta furiosa inspiración. Ya pulsaba las cuerdas del clavicordio, ya cantaba, ya escribía con ligereza hasta agotar la fuerza de sus dedos. Nunca antes había vivido una similar batalla musical.
Quedaba sólo una palabra para ser ungida de la iluminación el —amén— dos sílabas, pero esas dos sílabas debían ser construidas sobre un monumento que alcanzara los cielos. El compositor dilató la primera sílaba hasta sentir que llenaba no solamente una catedral, sino también la misma cúpula del cielo.
Al fin, después de veinticuatro días, un milagro en el mundo de la música, fue terminado el oratorio. La pluma cayó al suelo y Handel durmió por diecisiete horas. Al levantarse, se sentó al clavicordio y tocó con desbordante alegría la última parte de “El Mesías”. Una vez que hubo terminado, un amigo le dijo: “¡Nunca en mi vida he escuchado cosa parecida!”
Handel, con la cabeza inclinada, respondió: “Dios me ha visitado.” —El Mensajero Pentecostés.
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